DE CÓMO DON QUIJOTE SINTIÓ AMORES POR UNA FREGONA
A CAUSA DEL VINO
Solazábanse
don Quijote y Sancho en una taberna. Entre el bullicio de gentes y el olor a
vino peleón que iba y venía, don Quijote había asumido su aroma embriagador
hasta las entrañas y Sancho, con los carrillos ahogados de a dos en un pan muy
tierno, no es que estuviera poco acalorado.
Fuese
yendo la concurrencia, y don Quijote vio entonces las más bellas manos de
cuantas jamás recordara de las ventas y tabernas por él pisadas. Pertenecían
las tales manos a una fregona de no más de veintitrés ni menos de veintiún
años, muy rubia y lozana, de piel nívea, ojos marinos, boca comedida y nariz un
tanto ganchuda que no desmerecía el conjunto.
–Sancho
amigo–consultó don Quijote a su fiel escudero–: ¿crees que debería presentarme
ante esa preciosa joven que friega los despojos de esta infame turba? Sé que me
debo a la simpar Dulcinea, mas la noto tan lejana y tan próximo este inaudito
rubí…
–Pues
para el caso que os hace –respondió Sancho– mi buena pero desdeñosa señora
Dulcinea, esquiva como el Guadiana, más valdría que siguierais los impulsos de
vuestro corazón. Quien mucho abarca, poco aprieta. Y ocasión perdida, ocasión
que no vuelve. Sed permisivo con vos mismo y acercaos a ella.
–Ha
generado en mí un aturdimiento precoz… Digo… ¡procaz! La percibo en extremo
hermosa–aseguró don Quijote–, como si sus manos hubiesen tocado el cielo.
Allá
habían movido los ánimos de nuestro caballero de la triste figura, que quiso
hacer honor a su nombre y, renqueando algo ebrio, caminó hasta la muchacha. Llegado
a ella, dudó don Quijote sobre cómo hablarle. Miró hacia la mesa, desde donde
Sancho le alentaba con gestos sin dejar de mascar pan. Finalmente, mientras la
muchacha limpiaba con esmero los suelos de la taberna, el hidalgo dijo:
–¿Sabéis,
mi señora, que soñaré con vos esta noche?
La
muchacha, cohibida, interrumpió sus labores y se quedó mirando al hombre de
rostro enjuto que, algo achispado, le estaba hablando.
–No
os ha gustado que os lo diga–continuó don Quijote–, mas es verdad. Y me atrevo
a deciros también que en sueños me mostrará vuestro donaire dónde comienza y
termina cada sendero, camino real o sistema montañoso que deba yo atravesar.
–¿Recaudador
sois, mi señor?–preguntó la muchacha.
–De
ningún modo –respondió don Quijote–: soñador soy, y cada vez me doy más cuenta
de ello. Pues soñar es imaginar. Y, por imaginar, os imaginé a vos conmigo en
una playa bajo la luna. Dándoos cuenta de quién era yo, abristeis los ojos. Resplandeció
en ellos un brillo muy sabroso que moteaba las mejillas de vuesa merced, al
punto que posabais esas manos en el pecho de este vigoroso caballero que habrá
de protegeros. Sí, este que tenéis delante, no busquéis más alrededor.
–Y
¿por qué habríais de protegerme?
–Porque
esa es mi labor, muchacha. Yo soy don Quijote de la Mancha, desfacedor de
entuertos y defensor de las damas. En vos intuyo un donaire para nadie
desapercibido. Pues hay muchas formas de tener el tal donaire (¡cuántas
doncellas de más elevada posición querrían emular el que vos desprendéis!),
pero la vuestra es especial, pura, sincera. Lo veo tan claro como esos
caudalosos lagos que ahora me regaláis. Como veo que pasa el tiempo y que a las
horas dais alas.
–¿Tanto
tiempo lleváis metido en esta taberna?–preguntó la muchacha, a sabiendas del
aturdimiento que había generado en don Quijote.
–Pues
sí, en efeto. Mas no me he sentido ni vivo ni confiado hasta veros. Por vos me
siento fuego y antorcha, aliento y espada, espíritu combativo y ariete.
–Yo
no soy una puerta, gentil caballero.
–Sí
lo sois–respondió don Quijote–, y ya os habéis abierto, con donaire, como dije.
Mi ariete, por tanto, no ha de ser brusco en el luminoso umbral que quiere
indagar: el vuestro.
–Y
¿a qué indagar el tierno cobijo que de mí no obtendréis?
–No
seáis cruel ni uséis ese tono avieso conmigo, moza. No: exploraros es un
misterio hasta para mis sueños. No os lo he contado todo. En el primer sueño,
de súbito, desaparecíais. Y eso me resultó más devastador aún que vuestros
inalcanzables andares a lo largo de un salvaje bosque. Y sí, me trastornó mucho
vuestra ausencia. Me explicó un gnomo que estabais en una aldea sin alma, donde
el camino real más próximo era rasurado por un fiero viento. Y yo no os oía, y
os llamaba, y veía que esa aldea, lejos de mis peores temores, estaba llena de
establos. Establos cerrados cuyos rucios rebuznaban mis amores. También mi nula
esperanza de encontraros. Y al recorrer todos esos austeros vados, no me
desalentaba por la afanosa meta de hallaros. Que en vuestra alma me volcaría
por daros placer carnal. Que quiero veros tendida en las cuerdas de mi afán,
dado que sois la constelación que me hará abrazar las estrellas. Sois bella y
lo sois todo, Venus de un impío mar. Arrebatáis mis sentidos con las olas que
se van. Decid si el faro que me guía a vuestros senos, los bajíos iluminará.
Decid si el mirlo que os invoca dejará ya de soñar.
–Digo
que el vino os ha inspirado en demasía… ¿Acaso sois un pájaro?
–Cuanto
más libre me sienta, cuanto más despliegue mis alas, más esclavo querrán
hacerme los demás.
–¿Qué
queréis decir con eso?–preguntó la moza.
–Que
yo no me dejaré enjaular–respondió don Quijote–. Seré el ruiseñor que rompa
vuestra aurora y os reclame hasta la afonía.Un pájaro, una oda, un bajel que
recto va. Siempre soy algo que flota, dispuesto en vos a encallar. Si aceptando
mis errores, aprendiendo del pasado, consolando a desvalidos o llorando en soledad,
no obtengo vuestro favor, profanadme una vez más. Podéis ser hada furtiva,
podéis ser mil veces más que esa sombra que me mira, confusa de oscuridad. Lo
que digo ahora es: ¡Escuchadme antes de amar! Lejos ya del sueño, habladme…
para mi voz subsanar.
–Sepa vuesa merced que ya hay zagal que me
pretende, y de mucho seso y fundamento. Hombre recto, con los pies en la
tierra. Cultivado en las ciencias.
–Dejará de ser este un mundo de poetas y
se convertirá en un mundo de ingenieros. No matemos tan pronto el alba.
Preservemos estas últimas bocanadas de oda que nos ofrecen los siglos.
Maravíllenos el instante. ¡Maravillemos los instantes! Que os quiero amar y ser
amado, mientras la vida nos resguarde.
–No
sé, señor don Quijote. Sois un tanto barbado para mi gusto.
–Al igual que el cielo al alba quedará de
despejado mi rostro, si así lo prefiere vuestro donaire. Y mañana mismo dejaré
de ser barbado. Así podréis vos venir conmigo y abandonar este duro oficio de
fregona que os postra a limpiar estos bajos suelos indignos de vos.
–Como
vos no sois solo una lanza–replicó la muchacha–, no habré yo de ser solo una
fregona.
Iba
nuestro caballero a enmendar sus palabras cuando un lozano labriego entró en la
taberna y susurró a la fregona frases secretas que provocaron su risa. Don
Quijote comprendió. Él y Sancho recogieron sus aparejos y salieron de la
taberna, sin pagar, a la usanza de los caballeros andantes y sus escuderos.
Ensillaron sus monturas, y don Quijote pensó al cabalgar que, pese a lo bueno
de la compañía de su escudero y su Rocinante, nada parecía variar en el transcurso
de su andadura. Cabizbajo, meditaba.Sancho, que leyó sus pensamientos, le dijo:
–Alce
vuesa merced esa mirada alicaída. Vuestra mirada es la lámpara de vuestro
cuerpo. Cuando vuestros ojos están sanos, todo vuestro cuerpo se llena de luz.
Mas si tenéis la mirada abatida, vuestro cuerpo puede henchirse de oscuridad.
Mirad, pues, que la luz que hay en vos no sea en penumbra. Pero si todo vuestro
cuerpo está pleno de luz y no tiene ni pizca de oscuridad, entonces estará tan enteramente
luminoso como cuando otra lámpara irradie su fulgor sobre vos. Vos podéis
recibir la luz y reflejarla, más allá de un aquí y un ahora. Lo sé.
Don Quijote asintió, orgulloso de haber
instruido en algo a su fiel escudero.
–Que si bien loa al ser humano buscar la
belleza –prosiguió Sancho–, este ha de saber que está ya muy repartida y
disputada por el solo hecho de ser belleza.
–Razón
no te falta–admitió don Quijote–. Como buen caballero, respetaré que la fregona
tenga ya amor (no sin algún resquemor) y me olvidaré de ella y del pendenciero
vino que hemos tomado, capaz de hacer dudar al más fiel servidor de mi señora
Dulcinea, a la que juro dedicary consagrar desde este punto en adelante, con
más ahínco aún, cada instante de mi vida, sin más deslices.
Siguiendo
el camino real, algo despejados ya del jarabe de Baco,otra taberna en otro
pueblo les salió al paso. Jumento y rocín, intuitivos, menguaron su viveza. Don
Quijote divisó, a través de una ventana, otras dulces manos empuñando un cubo y
una bayeta. Sancho, que parecía un saco sin fondo, miró a su señor con ojos de
querer entrar, y este le dijo:
–No
se tienta a Satán dos veces, amigo Sancho.