Por Sara Nieto Aranda
El capitalismo es consumo. Nos
pasamos la vida consumiendo cosas. Compramos objetos para nuestro disfrute
personal continuamente. Tenemos una variedad impresionante de opciones a
nuestro alrededor. Estamos acostumbrados a poseer todo aquello que nos guste y
nos apetezca. Cualquier objeto puede ser nuestro si damos dinero a cambio: un
boli, un ordenador, una manzana, un martillo, una casa, algo de ropa. Nuestra
sociedad es una sociedad de consumo.
Es tal nuestra capacidad de
consumición, las facilidades que hay para ello que hasta las personas se pueden
poseer. Los objetos se venden y se compran, y nosotros también. La prostitución
es la prueba más exagerada y visibilizada de ello: vendemos nuestro cuerpo por
dinero, y el comprador paga para disfrutarnos. Pero no es la única. En el
capitalismo se convierte al obrero en un mero objeto en manos del patrón:
durante 8 horas al día, vende su fuerza de trabajo por un salario mínimo para enriquecer
a su jefe. Se ha convertido en la propiedad de otra persona: se le paga para
que el patrón disfrute del beneficio que genera el producto.
Desde pequeños nos enseñan el
significado de «mío» y «tuyo». Mis juguetes son míos, solo yo los puedo coger,
romper y usar; y si los comparto te estoy haciendo un favor, porque realmente
cuando me vaya se irán a casa conmigo.
Esta educación, este ansia de
poseer, de ser propietarios de todo aquello que nos rodea influye también en
las relaciones interpersonales, sobre todo en las amorosas, las de pareja.
Crecemos creyendo que nuestra meta en la vida es la de encontrar el amor, la de
estar acompañados durante toda nuestra existencia. Morir solos es un fracaso.
La soltería es un fracaso. Debemos enamorarnos como seres sociales que somos.
Cuando encontramos ese amor,
necesitamos tener la seguridad de que será para siempre, de que nuestra
relación es perfecta y durará toda la vida. Convertimos el afecto que nos
profesan en una propiedad y lo extendemos hasta la persona dueña de él. Esa
persona es mía, de mi propiedad, porque es mi pareja y me ama. Si alguien
siente atracción por mi pareja, surgen celos y reacciono contra ello. Si tengo
que compartir a mi pareja con amigos suyos, surgen celos. Si alguien pone en
peligro el control que tengo sobre los sentimientos de mi pareja, surgen celos.
En un mundo machista, donde la
sociedad cosifica el cuerpo, las ideas y las acciones de la mujer, esta se
convierte en prisionera de sus propios sentimientos. En un mundo machista, donde
la sociedad da todo el poder al hombre y las herramientas necesarias para
ejercerlo, este se convierte en el carcelero de sentimientos. En un mundo
machista, donde los celos son la demostración más bonita del sentimiento
amoroso, cualquier violencia ejercida por ellos es un «crimen pasional». En
mundo machista, donde ambas partes de la pareja tienen arraigada profundamente
la idea monógama del amor, el hombre ejerce el poder y la mujer agacha la
cabeza, porque así funcionan las cosas.
Desde el momento en el que nos
enamoramos, somos propiedad de alguien, le debemos exclusividad amorosa y
sexual. Le debemos todos nuestros pensamientos, nuestras ilusiones y nuestros
planes de futuro. Por amor, le debemos la vida a nuestra pareja. Y hay hombres
que creen de verdad que les pertenecemos, porque las mujeres estamos
cosificadas. Y, a veces, nosotras les creemos. Y, por ello, dejamos que nos
controle, que nos diga cómo vestir, cómo actuar, qué redes sociales usar,
cuándo y con quién salir de fiesta. Por ello, dejamos de lado nuestro trabajo
para cuidar la casa, le cosemos la ropa y hacemos la comida. Por ello, cuando
hacemos algo que no les gusta o que le enfurece, nos levanta la mano y nosotras
nos dejamos maltratar, porque sin él no somos nada, porque somos suyas. Por
ello, cuando tratamos de huir de él, nos asesina, porque, si no somos suyas, no
seremos de nadie.
Pero la cosificación de la mujer
y la violencia de género hacia ella surgida de la idea de propiedad y consumo
no finalizan ahí. Entendemos como consumo el adquirir algo y usarlo para luego
abandonarlo. Cuando consideramos que un objeto es de usar y tirar, entonces no
tiene sentido alguno cuidarlo. Si compras un martillo en un chollo y se te
rompe al primer golpe, seguramente lo tirarás, porque estabas seguro de que no
te iba a durar mucho y, además, era de mala calidad. Sin embargo, si pensaras
que es un martillo bueno, que te va a durar muchos años, lo cuidarías,
tratarías de arreglarlo o irías a la tienda a buscar una solución.
Con las personas actuamos igual.
En las relaciones que consideramos que no serán duraderas no nos preocupamos
por los sentimientos ni por el cuidado de la otra persona. No consideramos de
igual calidad un rollo esporádico que una pareja para toda la vida. La
cosificación de la mujer conlleva que todo hombre pueda pensar que su cuerpo le
pertenece por el simple hecho de ser un cuerpo femenino, de tal manera que
puede aspirar a poseerlo. Por eso, una falda corta, un escote o el aceptarle
una copa de fiesta pueden suponer una provocación para el hombre que, teniendo
el poder y las herramientas para usarlo, se puede encaprichar de poseer ese
cuerpo. Y, para ello, se pueden llegar a extremos que pasan desde el acoso
hasta la violación. Porque en una relación de pareja, se considera que el
cuerpo ya es propiedad suya y lo que hay que encadenar es el afecto. Pero en
situaciones sin afecto, el cuerpo vuelve a convertirse en algo de usar y tirar
sin importar los sentimientos de la persona a la que pertenezca.
Y es que el machismo existía desde
antes que el capitalismo y su sociedad consumista, pero
este ha sabido muy bien aprovecharse del patriarcado y del poder ejercido por
el varón.
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