jueves, 22 de octubre de 2015

Españolitos

El curso pasado en el transcurso de una clase mi profesor nos sentenció a todos los que ese día escuchamos esa palabra y desde ese día no he parado de reflexionar sobre aquella poderosa palabra que encierra un cúmulo de acepciones, que se pelean entre ellas, pero de las cuales la más importante de todas es la que despierta rechazo, la que huele a miseria en nuestras cavidades más tenebrosas y su eco deja pasar un fino hilo de luz, vestigio de épocas mejores.

¿Qué es la patria? ¿Qué sabemos de la patria? Que viene del latín, que para exaltarla, para amarla, no hace falta empuñar las armas.

Ni siquiera invocarla, ni morir por ella. Eso forma parte del pasado, es algo abstracto, un concepto trasnochado. No merece la pena morir por un amor sin antes haber probado su dulce veneno, como aquellos cazadores de dogmas que buscan una chispa divina a la que agarrarse porque su existencia carece de significado.

Todos nacemos con una bajo el brazo. Es la suma de todas nuestras cualidades, aquellas que nos hacen avanzar como seres racionales, como ciudadanos conscientes de sus derechos y obligaciones, como hijos, como amigos, etc. La suma de patrias chicas, tan diversas y ricas, da como resultado una sociedad, una nación, España.

Se ha dado la coincidencia de que somos la generación mejor preparada en un momento en el que la nación está enferma.

Es por ello que me resigno a ser un españolito del montón, debemos aspirar a ser mucho más que eso. No somos más que nadie ni mucho menos somos inferiores a cualquier otra nación. Y no me remito a nuestra historia, nuestro glorioso pasado imperial que en tantas aulas retumbó en el pasado, la providencia está ocupada en otros asuntos. Somos nosotros o nadie. Nuestro destino histórico es, valga la redundancia, continuar nuestra propia historia como pueblo para definir España, su luz, sus fuentes, sus bosques, sus aguas, sus entrañas, sus temores, sus aspiraciones.

Parafraseando a Ana Pastor: hay un país ahí fuera. Hay españolitos ahí fuera que quieren dejar de serlo, que están deseando mirar con orgullo a su bandera, asqueados del nepotismo, de los trapicheos en B de sus gobernantes, hartos de que el dinero de sus impuestos no se destine a mejorar la calidad de vida de su país y de un variopinto número de prácticas perniciosas.

Hay vida más allá de aquellos que no quieren que nada cambie y siga todo igual de podrido y sin alma. Este país, esta sociedad aún tiene pulso, sueños, ganas de cambio, de un futuro en el que se valore el mérito, el esfuerzo, las ideas, en el que nadie tenga que dejar de estudiar porque su capacidad económica no sea equivalente a su capacidad intelectual y sus ansias de conocimiento. Ese país existe, lo vemos todos los días, y quiere de una vez por todas vivir con la conciencia tranquila.

José Manuel Lucerón

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